de DALE CARNEGIE 1888 (Maryville, Missouri) - 1955 (Belton -Condado de Cass, Missouri).

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      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
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                          UN MEDIO SEGURO DE CONQUISTAR ENEMIGOS... Y CÓMO EVITARLO

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                          UN MEDIO SEGURO DE CONQUISTAR ENEMIGOS... Y CÓMO EVITARLO
                          Cuando Theodore Roosevelt estaba en la Casa Blanca, confesó que si podía tener razón en el 75 por ciento de los casos, llegaría a la mayor satisfacción de sus esperanzas.
                          Si esa era la más alta proporción que podía esperar uno de los hombres más distinguidos del siglo XX, ¿qué diremos usted o yo?
                          Si tiene usted la seguridad de estar en lo cierto solamente el 55 por ciento de las veces, ya puede ir a Wall Street, ganar un millón de dólares por día, comprarse un yate, casarse con una corista. Y si no puede estar seguro de hallarse en lo cierto ni siquiera el 55 por ciento de las veces, ¿por qué ha de decir a los demás que están equivocados?
                          Puede decirse a la otra persona que se equivoca, con una mirada o una entonación o un gesto, tan elocuentemente como con palabras, y si le dice usted que se equivoca, ¿quiere hacerle convenir por usted? ¡Jamás! Porque ha asestado un golpe directo a su inteligencia, su juicio, su orgullo, su respeto por sí mismo. Esto hará que quiera devolverle el golpe. Pero nunca que quiera cambiar de idea. Podrá usted volcar sobre él toda la lógica de un Platón o de un Kant, pero no alterará sus opiniones, porque ha lastimado sus sentimientos.
                          No empiece nunca anunciando: "Le voy a demostrar tal y tal cosa". Está mal. Eso equivale a decir:
                          "Soy más vivo que usted. Voy decirle una o dos cosas y le haré cambiar de idea".
                          * Trozos y pedazos", publicado por The Economic Press, Fairfield N .J.

                          Esto es un desafío. Despierta oposición y hace que quien lo escucha quiera librar batalla con usted, antes e que empiece a hablar.
                          Es difícil, aun bajo las condiciones más benignas, hacer que los demás cambien de idea. ¿Por qué hacerlo aún más difícil, pues? ¿Por qué ponerse en desventaja?
                          Si va usted a demostrar algo, que no lo sepa nadie. Hágalo sutilmente, con tal destreza que nadie piense que lo está haciendo.
                          Así - expresó Alexander Pope:
                          "Se ha de enseñar a los hombres como si no se les enseñara, Y proponerles cosas ignoradas como si fueran olvidadas." Hace más de trescientos años, Galileo dijo:
                          "No se le puede enseñar nada a nadie; sólo se lo pue de ayudar a que lo encuentre dentro de sí."
                          Lord Chesterfield dijo así a su hijo:
                          "Has de ser más sabio que los demás, si puedes; pero no lo digas."
                          Sócrates decía repetidamente a sus discípulos en Atenas: "Sólo sé que no sé nada".
                          Bien: no puedo tener ya la esperanza de ser más inteligente que Sócrates; por lo tanto, he dejado de decir a los demás que se equivocan. Y compruebo que rinde beneficios.
                          Si alguien hace una afirmación que a juicio de usted está errada -sí, aun cuando usted sepa que está errada- es mucho mejor empezar diciendo: "Bien, escuche. Yo pienso de otro modo, pe ro quizá me equivoque. Me equivoco con tanta frecuencia... Y si me equivoco, quiero corregir mi error.
                          Examinemos los hechos".
                          Hay algo de mágico, positivamente mágico, en frases como esas: "Quizá me equivoque". "Me equivoco con tanta frecuencia..."
                          Nadie en el mundo o fuera de él objetará nada si usted dice: "Quizá me equivoque. Examinemos los hechos ".
                          Uno de los miembros de nuestras clases usaba este método para tratar con sus clientes; era Harold Reinke, concesionario de la empresa Dodge en Billing, Montana. Nos contó que las presiones del negocio de venta de automóviles lo habían llevado a desplegar una dureza inusual al enfrentarse con las quejas de sus clientes. Esto provocaba discusiones, pérdida de negocios y un malestar generalizado.
                          Le contó a la clase en la que se hallaba:
                          -Cuando llegué a reconocer que esta actitud me estaba llevando a la quiebra, probé una táctica distinta. Empecé a decir:
                          "En nuestra agencia hemos cometido tantos errores, que con frecuencia me siento avergonzado. Es posi ble que nos hayamos equivocado en su caso. Dí game cómo fue".
                          "Este enfoque desarma a los quejosos, y cuando el cliente termina de liberar sus sentimientos suele mostrarse mucho más razonable que antes. De hecho, muchos clientes me han agradecido por mi comprensión. Y dos de ellos incluso han traído amigos a comprar autos a mi agencia. En este
                          mercado tan competitivo, necesitamos siempre más de este tipo de clientes, y creo que mostrando respeto por las opiniones de todos los clientes y tratándolos con diplomacia y cortesía podré ponerme a la cabeza de la competencia."
                          Jamás se verá en aprietos por admitir que quizá se equivoque. Eso detendrá todas las discusiones y dará a la otra persona el_deseo de ser tan justo y ecuánime como usted. Le hará admitir que también él puede equivocarse.
                          Si usted sabe positivamente que la otra persona se equivoca, y se lo dice usted redondamente, ¿qué ocurre?
                          Tomemos un ejemplo específico. El Sr. S., joven abogado de Nueva York, debatía un caso muy importante, hace poco, ante la Suprema Corte de los Estados Unidos (Lustgarten v Fleet Corporation 280 U.S. 320). Del
                          proceso dependía la posesión de una vasta suma de dinero, y también la dilucidación de una importante deuda legal.
                          Durante el debate, uno de los ministros de la Corte dijo al Sr. S.:
                          -El estatuto de limitaciones en derecho marítimo es de seis años, ¿verdad?
                          El Sr. S. se detuvo, miró al ministro por un momento y contestó después, rotundamente:
                          -Usía: no hay estatuto de limitaciones en derecho marítimo.
                          "Se hizo el silencio en la sala del tribunal -decía el Sr. S. al narrar este episodio ante una de nuestras clases - y pareció que la temperatura ambiente había bajado a cero. Yo tenía razón. El ministro de la Corte estaba
                          equivocado. Y yo se lo señalé. Pero, ¿lo bienquisté conmigo? No. Sigo creyendo que en aquel caso el derecho estaba de mi parte. Y sé que defendí mi caso como jamás lo he hecho. Pero no conseguí persuadir al tribunal.
                          Cometí el enorme error de decir a un hombre famoso y muy culto que se equivocaba."
                          Pocas personas son lógicas. Casi todos tenemos prejuicios e ideas preconcebidas. Casi todos nos hallamos cegados por esas ideas, por los celos, sospechas, temores, envidia y orgullo. Y en su mayoría las personas no quieren cambiar de idea acerca de su religión, o su corte de cabello, o el comunismo, o su astro de cine favorito. De manera que si usted suele decir a los demás que se equivocan, sírvase leer el siguiente párrafo todas las mañanas antes del desayuno. Es del ilustrativo libro "La mente en proceso", del profesor James Harvey Robinson:
                          A veces notamos que vamos cambiando de idea sin resistencia alguna, sin emociones fuertes, pero si se nos dice que nos equivocamos nos enoja la imputación, y endurecemos el corazón. Somos increíblemente incautos
                          en la formación de nuestras creencias, pero nos vemos llenos de una ilícita pasión por ellas cuando alguien se propone privarnos de su compañía. Es evidente que lo que nos resulta caro no son las ideas mismas, sino nuestra estima personal, que se ve amenazada... Esa palabrita "mi" es la más importante en los asuntos humanos, y el comienzo de la sabiduría consiste en advertir todo su valor. Tiene la misma fuerza siempre, sea que se aplique a "mi" comida, "mi" perro, y "mi" casa, o a "mi" padre, "mi" patria, y "mi" Dios. No solamente nos irrita la imputación de que nuestro reloj funciona mal o nues tro coche ya es viejo, sino también la de que puede someterse a revisión nuestro concepto de los canales de Marte, de la pronunciación de "Epicteto", del valor medicinal del salicilato, o de la fecha en que vivió Sargón I... Nos gusta seguir creyendo en lo que hemos llegado a aceptar como exacto, y el resentimiento que se despierta cuando alguien expresa duda acerca de cualquiera de nuestras presunciones nos lleva a buscar toda suerte de excusas para aferrarnos a ellas. El resultado es que la mayor parte de lo que llamamos razonamiento consiste en encontrar argumentos para
                          seguir creyendo lo que ya creemos.
                          Carl Rogers, el eminente psicólogo, escribió en su libro Realización de una persona*:
                          Me ha resultado de enorme valor permitirme comprender a la otra persona. Puede resultarles extraño el modo en que he formulado la frase. ¿Acaso es necesario permitirse comprender a otro? Creo que lo es. Nuestra primera reacción a la mayoría de las proposiciones (que oímos en boca del prójimo) es una evaluación o un juicio, antes que una comprensión. Cuando alguien expresa un sentimiento, opinión o creencia, nuestra tendencia es casi inmediatamente sentir "tiene razón", o "qué estúpido", "es anormal", "es irracional", "se equivoca", "es injusto". Es muy raro que nos permitamos comprender precisamente qué sentido le ha dado a sus palabras la otra persona.
                          Yo encargué una vez a un decorador de interiores que hiciera ciertos cortinados para mi casa. Cuando llegó la cuenta, quedé sin aliento.
                          Pocos días más tarde nos visitó una amiga, que vio los cortinados. Se mencionó el precio, y la amiga exclamó con una nota de triunfo en la voz:
                          -¿Qué? ¡Es una enormidad! Parece que se ha dejado engañar esta vez.
                          ¿Era cierto? Sí, era la verdad, pero a pocas personas les gusta escuchar una verdad que es denigrante para su juicio. Por ser humano traté de defenderme. Señalé que lo mejor es con el tiempo lo más barato, que no se encuentra buena calidad y gusto artístico a precios de liquidación, y así por el estilo.
                          Al día siguiente nos visitó otra amiga, que admiró los cortinados, se mostró entusiasmada, y expresó el deseo de poder estar en condiciones de adquirir cosas parecidas para su hogar. Mi reacción fue del todo diferente.
                          -Para decirle la verdad -reconocí-, yo no puedo darme estos lujos. Pagué demasiado. Ahora lamento haber encargado esos cortinados.
                          Cuando nos equivocamos, a veces lo admitimos para nuestros adentros. Y si se nos sabe llevar, con suavidad y con tacto, quizá lo admitamos ante los demás y acaso lleguemos a enorgullecernos de nuestra franqueza y ecuanimidad en tal caso. Pero no ocurre así cuando otra persona trata de meternos a golpes en la garganta el he cho poco sabroso de que no tenemos
                          razón.
                          Horace Greeley, el más famoso periodista de los Estados Unidos durante la Guerra Civil, estaba en violento desacuerdo con la política de Lincoln. Creía que podía obligar a Lincoln a convenir con él mediante una campaña de argumentación, burlas e insultos. Libró esta acerba campaña mes tras mes,
                          año tras año. Hasta la noche en que Booth hirió a Lincoln, escribió un ataque personal de tono brutal, amargo, sarcástico, contra el presidente.
                          Pero, ¿consiguió Greeley, con esta acerbidad, que Lincoln estuviera de acuerdo con él? Jamás. La burla y el insulto no sirven para esto.
                          Si quiere usted conocer algunas indicaciones excelentes acerca de la manera de tratar con las personas, de dominarse y mejorar su personalidad, lea la autobiografía de Benjamin Franklin, una de las obras más fascinadoras que se han escrito, clásica en la literatura norteamericana.
                          En esta historia de su vida, Franklin narra cómo triunfó sobre el hábito inicuo de discutir, y se transformó en uno de los hombres más capaces, suaves y diplomáticos que figuran en la historia nacional.
                          Un día, cuando Franklin era un jovenzuelo arrebatado, un viejo cuáquero, amigo suyo, lo llevó a un lado y le descargó unas cuantas verdades, algo así como esto:
                          Ben, eres imposible. Tus opiniones son como una cachetada para quien difiera contigo. Tan es así, que ya a nadie interesan tus opiniones. Tus amigos van descubriendo que lo pasan mejor cuando no estás con ellos.
                          Sabes tanto, que nadie te puede decir nada. Por cierto que nadie va a intentarlo siquiera, porque ese esfuerzo sólo le produciría incomodidades y trabajos. Por tal razón, es probable que jamás llegues a saber más de lo
                          que sabes ahora, que es muy poco.
                          * Adaptado de Carl Rogers, "On Becoming a Person", Boston, Houghton Mifflin Co., 1961, págs. 18 y sigs.

                          Uno de los rasgos mas hermosos que ha tenido Franklin, a mi juicio, es la forma en que aceptó esta dolorosa lección. Tenía ya edad suficiente, y suficiente cordura, para comprender que era exacta, que si seguía como hasta entonces sólo podría llegar al fracaso y a la catástrofe social. Dio, pues, una media vuelta. Comenzó inmediatamente a modificar su actitud insolente, llena de prejuicios.
                          "Adopté la regla -refiere Franklin en su biografía- de eludir toda contradicción directa de los sentimientos de los demás, y toda afirmación positiva de los míos. Hasta me prohibí el empleo de aquellas palabras o
                          expresiones que significan una opinión fija, como `por cierto', `indudablemente', etc., y adopté, en lugar de ellas, `creo', `entiendo', o `imagino' que una cosa es así; o `así me parece por el momento'. Cuando otra persona aseguraba algo que a mi juicio era un error, yo me negaba el placer de contradecirla abiertamente y de demostrar en seguida algún absurdo en sus palabras: y al responder comenzaba observando que en
                          ciertos casos o circunstancias su opinión sería acertada, pero que, en el caso presente me parecía que habría cierta diferencia, etc. Pronto advertí las ventajas de este cambio de actitud. Las conversaciones que entablaba procedían más agradablemente; la forma modesta en que exponía mis opiniones les procuraba una recepción más pronta y menos contradicción; me veía menos mortificado cuando notaba que estaba en error, y conseguía más fácilmente que los otros admitieran sus errores y se sumaran a mi opinión cuando era la justa.
                          "Y esta manera de actuar, que al principio empleé con cierta violencia en cuanto a las inclinaciones naturales, se hizo con el tiempo tan fácil, y fue tan habitual, que acaso en los últimos cincuenta años nadie ha escuchado de mis labios una expresión dogmática. Y a esta costumbre (después de mi carácter de integridad) considero deber principalmente el hecho de que tuve tanto peso ante mis conciudadanos cuando propuse nuevas instituciones, o alteraciones en las antiguas, y tanta influencia en los consejos públicos cuando fui miembro de ellos; porque yo era un mal orador, jamás elocuente, sujeto a mucha vacilación en mi elección de las palabras, incorrecto en el idioma, y sin embargo generalmente hice valer mis opiniones."
                          ¿Qué resultado dan en los negocios los métodos de Benjamín Franklin? Veamos dos ejemplos.
                          Katherine A. Allred, de Kings Mountain, Carolina del Norte, es supervisora de ingeniería industrial en una fábrica textil. Le contó a una de nuestras clases cómo manejó un problema delicado antes y después de seguir nuestro curso:
                          -Parte de mi responsabilidad -dijo-, es crear y mantener sistemas y normas de incentivación para nuestros operarios, de modo que puedan hacer más dinero produciendo más hilados. El sistema que habíamos estado usando funcionaba muy bien cuando sólo teníamos dos o tres tipos diferentes de hilado, pero recientemente ampliamos nuestro inventario e instalaciones de modo de permitirnos producir más de doce variedades diferentes. El sistema actual ya no es adecuado para pagar con jus ticia a los operarios por el trabajo que realizan dándoles un incentivo para aumentar la producción. Yo había ideado un sistema nuevo que nos permitiría pagarle al operario por la clase de hilado que estuviera produciendo en cada momento. Con mi
                          nuevo sistema en la mano, entré a una reunión de directorio decidida a probar que mi idea era la más adecuada. Les expliqué en detalle en qué se habían equivocado y les mostré lo injustos que habían sido, y les dije que yo tenía todas las respuestas que necesitaban. Para decirlo suavemente, fracasé miserablemente. Me había afanado tanto en defender mi nuevo sistema, que no les había dado oportunidad de admitir decorosamente que el viejo sistema ya no les servía. La cuestión quedó congelada.
                          "Después de varias clases en este curso, comprendí muy bien dónde había estado mi error. Pedí otra reunión, y esta vez les pregunté dónde creían que tenían problemas. Discutimos cada punto, y les pedí sus opiniones sobre los mejores modos de proceder. Con unas pocas sugerencias lanzadas aquí y allá, dejé que ellos mismos presentaran mi sistema. Al final de la reunión, cuando lo expuse lo aceptaron con entusiasmo.
                          "Ahora estoy convencida de que no puede lograrse nada bueno, y sí puede hacerse mucho daño, si uno le dice directamente a una persona que está equivocada. Sólo se consigue despojar a esa persona de su autodignidad, y uno queda como un entrometido."
                          Tomemos otro ejemplo, y recordemos que estos casos son típicos de las experiencias de miles de personas.
                          R. V. Crowley es vendedor en una gran empresa maderera de Nueva York. Crowley admite que durante años estuvo diciendo que se equivocaban a muchos experimentados inspectores de maderas. Y había ganado las
                          discusiones. Pero sin ningún beneficio. "Porque estos inspectores -dijo el Sr. Crowley- son como árbitros de fútbol. Una vez que llegan a una decisión no la cambian más."
                          El Sr. Crowley comprobó que su empresa perdía mucho dinero gracias a las discusiones que él ganaba. De modo que, mientras seguía uno de mis cursos, resolvió cambiar de táctica y renunciar a las discusiones. ¿Con qué resultados? Veamos el relato que hizo ante sus compañeros de clase.
                          Una mañana sonó el teléfono de mi oficina. Un hombre acalorado e iracundo procedió a informarme de que un camión de madera que habíamos enviado a su fábrica era completamente insatisfactorio. Su firma había dejado de descargarlo y solicitaba que dispusiéramos inmediatamente lo necesario para retirar la mercadería de su corralón. Después de descargada aproximadamente la cuarta parte del envío, el inspec tor de la empresa informaba que la madera estaba un 55 por ciento por debajo de la calidad normal. En esas circunstancias, la casa se negaba a acepar el cargamento.
                          Salí inmediatamente para la fábrica, y en el camino pensé en la mejor manera de resolver la situación. En esas circunstancias, yo habría recordado, ordinariamente, las reglas sobre calidad de la madera, y procurado, como resultado de mi experiencia y mis conocimientos como inspector de maderas, convencer al otro inspector de que la madera era de la calidad requerida, y que él interpretaba erróneamente las reglas de inspección.
                          Pero, en cambio, me decidí a aplicar los principios aprendidos en estos cursos.

                          Cuando llegué a la fábrica encontré al comprador y al inspector de muy mal talante, dispuestos a discutir y pelear. Llegamos hasta el camión y les pedí que continuaran descargando para poder ver cómo se presentaban las cosas. Pedí al inspector que siguiera en su tarea y dejara a un lado los rechazos, como había venido haciendo, y pusiera las maderas buenas en otra pila.
                          Después de contemplarlo por un rato comencé a advertir que su inspección era estricta en exceso y que no interpretaba bien las reglas. La madera en cuestión era pino blanco, y yo sabía que el inspector era muy entendido en maderas duras, pero no tenía competencia ni experiencia en cuanto al pino blanco. En cambio, el pino blanco es mi fuerte. Sin embargo, no formulé objeción alguna por la forma en que aquel hombre clasificaba la madera. Seguí mirando, y por fin empecé a preguntar por qué ciertas piezas eran rechazadas. Ni por un instante insinué que el inspector se equivocaba. Destaqué que la única razón de mis preguntas era el deseo de poder dar a la empresa exactamente lo que necesitaba, en los envíos futuros.
                          Con estas preguntas, hechas siempre en forma amistosa y de cooperación, y con mi insistencia en que tenían razón al rechazar tablones que no les satisfacían, conseguí que las relaciones entre nosotros dejaran de ser tensas. Alguna frase cuidadosamente formulada por mi parte dio origen, en el ánimo del inspector, a la idea de que tal vez algunas de las piezas rechazadas estaban en realidad dentro de la calidad que habría querido
                          comprar, y que las necesidades de la casa requerían una calidad más costosa. Tuve buen cuidado, no obstante, de no hacerle pensar que yo defendía un punto de vista opuesto al suyo.
                          Gradualmente cambió toda su actitud. Por fin admitió que no tenía experiencia en la clasificación de pino blanco y comenzó a hacerme preguntas acerca de cada una de las piezas que se descargaban. Yo explicaba
                          entonces por qué tal o cual pieza entraba dentro de la calidad especificada en el pedido, pero insistiendo siempre en que no quería que la casa la aceptara si no respondía a sus necesidades. Por fin el inspector llegó
                          al punto de sentirse culpable cada vez que colocaba un tablón en la pila de los rechazos. Y por último comprendió que el error había sido de su empresa, por no especificar en el pedido una calidad tan buena como
                          la que necesitaban.
                          El resultado final fue que volvió a revisar todo el cargamento después de marcharme yo, que aceptó toda la madera y que recibimos un cheque por el pago total.
                          En este caso solo un poco de tacto y la decisión de abstenerse de decir a la otra persona que se equivoca, resultó para mi compañía una economía de una buena cantidad de dinero contante y sonante, y sería difícil fijar el valor monetario de la buena voluntad que se salvó por ese medio.
                          Una vez le preguntaron a Martin Luther King cómo podía admirar, siendo un pacifista, al General de la Fuerza Aérea Daniel "Chappie" James, que en aquel entonces era el militar negro de más rango en el país. El Dr. King respondió:
                          Juzgo a la gente por sus principios, no por los míos.
                          De modo similar, el General Robert E. Lee le habló una vez al presidente de la Confederación, Jefferson Davis, en los términos más elogiosos, sobre cierto oficial bajo su mando. Otro oficial que estaba presente quedó atónito
                          -General -le dijo-, ¿no sabe que el hombre del que habla con tanta admiración es uno de sus peores enemigos, que no pierde ocasión de denigrarlo?
                          -Sí -respondió el General Lee-. Pero el presidente me pidió mi opinión de él, no la opinión que él tiene de mí.
                          Pero yo no revelo nada nuevo en este capítulo. Hace diecinueve siglos, Jesucristo dijo: "Ponte rápidamente de acuerdo con tu adversario".
                          Y 2.200 años antes del nacimiento de Jesucristo, el Rey Akhtoi de Egipto dio a un hijo ciertos consejos muy sagaces, consejos que nos son muy necesarios hoy. "Sé diplomático -le dijo el rey -, te ayudará a obtener tus deseos."
                          En otras palabras: no hay que discutir con el cliente o con el cónyuge o con el adversario. No le diga que se equivoca, no lo haga enojar; utilice un poco de tacto, de diplomacia.
                          REGLA 2
                          Demuestre respeto por las opiniones ajenas. jamás diga a una persona que está equivocada.